A contraluz: historias de la noche ​

Al caer la noche en Manizales, la ciudad se transforma. Un vigilante observa entre sombras, un DJ enciende la rumba con sus beats, un médico corre hacia emergencias, un conductor elegido navega la madrugada con historias en su retrovisor, y un vendedor de comidas rápidas sostiene la madrugada con sus manos calientes. Es con ellos que la noche se vuelve un territorio nuevo, un lugar desconocido para quienes no la viven con sus reglas, ritmos y rutinas específicas.  

Vigilante de la calma

Germán Darío Quintero cuida la noche desde su puesto en el edificio La Ínsula, en el barrio Milán de Manizales. Allí, Germán se convierte en centinela de una ciudad que duerme. Siempre lleva su uniforme impecable: camisa azul marino, pantalón de lino planchado, y una chaqueta azul oscura que empaca desde casa para soportar el frío sin romper la estética. En las madrugadas más heladas, se arropa también con un gorro de lana y una ruana que le presta la calidez que el turno le niega. 

Desde hace cinco años trabaja de noche, una semana sí y una no. Su jornada empieza a las siete de la noche y se extiende hasta que el sol aparece de nuevo. Para cumplirla, debe invertir el reloj del cuerpo, dormir a contraluz, vivir en contratiempo, y guardar la energía mientras el mundo corre. Aunque ya se ha acostumbrado, sabe que hay algo que nunca va a cambiar: “El sueño de noche no se recupera nunca”, dice mientras vigila los pasos lentos de la madrugada y escucha, a profundidad, cómo Manizales parpadea desde la sombra. 

Aunque se esperaría que un vigilante nocturno enfrente situaciones tensas como robos o emergencias, para Germán la escena más llamativa de su turno ocurre cuando la calma de la madrugada le permite observar una inesperada compañía: una familia de zorros y pequeños armadillos que cruzan silenciosos cerca de su puesto, animales que sienten en la noche la posibilidad de liberarse por las calles y volverse habitantes de ese escenario a poca luz. 

Germán vigila siempre acompañado de sus amigos fieles: una radio sintonizada en “Bésame” y una taza de café que lo ayudan a ser testigo de la calma de la noche.  

El ingeniero de la noche

Mientras Germán escucha el susurro del viento, a unas pocas cuadras alguien se encarga de que la noche no sea solo silencio. Un grito estalla entre luces rosadas y moradas que titilan. El bajo retumba como si el suelo respirara y los cuerpos, sudorosos y libres, se mueven con una sincronía casi animal. En el centro de esa explosión de energía Julián Echeverri sube el beat, rompe la canción justo antes del clímax, y la multitud responde con euforia. Es la medianoche en Gozque, una discoteca del barrio Milán en Manizales, y la fiesta no conoce límites.  

Ingeniero industrial de formación y DJ de vocación, Julián habita dos mundos que pocos imaginarían juntos. “Muchas personas que me conocen en alguna de mis facetas no se imaginan que me dedique a la otra totalmente opuesta”, cuenta entre risas. 

Su jornada como DJ comienza a las 8:00 p.m., cuando instala sus equipos de sonido, y termina cerca de las cuatro de la mañana, cuando la adrenalina se apaga y las bebidas ya hicieron efecto en su público. Para sobrevivir a la jornada nocturna, Julián tiene claro que guardar la energía es fundamental, pues es esa misma la que debe lograr resistir el calor del baile, el volumen de los parlantes, y llevar el peso de mantener el ánimo en alto.  

Aunque la noche manizaleña no alcanza la extensión de otras ciudades, para Julián está hecha de intensidad comprimida. En una de esas madrugadas de euforia, durante un evento dedicado a la comunidad LGBTIQ, entendió que no solo estaba mezclando música, sino creando formas de libertad. Cada beat era una invitación a ser otro, cada transición, un puente entre mundos que raramente se tocan de día.  

Desde entonces no mezcla canciones, sino cuerpos, códigos y energías que se rozan en esa frontera sin geografía que es la noche. Cuando la fiesta muere y el sudor se enfría, enrolla los cables y el último eco se disuelve de a poco. Julián sabe que, aunque el frío lo roce a la salida, el calor de la noche le sigue latiendo adentro. 

Traductor de latidos nocturnos

Al tiempo que el DJ mezcla canciones y el cuerpo colectivo vibra en la pista, en otro extremo de la ciudad se sigue el ritmo de los latidos, los monitores, y la urgencia. En la unidad de cuidados intensivos del Hospital Santa Sofía, la noche es trabajo constante. Las máquinas emiten pitidos regulares, las alarmas suenan de forma intermitente y el personal se mueve con rapidez entre las camas. Una enfermera revisa los signos vitales de un paciente mientras, al fondo, una camilla es empujada con apuro por el pasillo.  A veces, una ráfaga de aire frío entra por una ventana mal cerrada, trayendo el sonido de cigarras desde el bosque cercano. Por un momento, el lugar parece quedarse en pausa, como si flotara entre la calma exterior y la tensión interna. 

Jonathan Moncada es médico intensivista. Sus turnos nocturnos inician a las siete de la noche y pueden extenderse hasta las ocho de la mañana… o más. Al llegar, recibe el turno anterior y de inmediato entra en ronda donde evalúa signos vitales, revisa historias clínicas y prioriza a los pacientes más críticos.  

Se podría pensar que la noche de un médico está llena de dramatismo, con urgencias constantes y tragedias que no dan tregua. Pero para Jonathan, muchas noches son más parecidas a una larga espera que se sostiene en la rutina. Mientras en la discoteca el DJ sigue el ritmo vibrante del beat, él escucha otro: el de los monitores cardíacos, constante, insistente, a veces inquietante. Hay turnos en los que no pasa nada… hasta que pasa todo. Y aunque la monotonía puede pesar, sabe que su presencia allí es lo que marca la diferencia cuando ese pulso deja de sonar como debería. 

El chofer de los que olvidan la ruta

Cuando Jonathan termina su turno, con el cuerpo exhausto y el alma en vilo, otros apenas empiezan el suyo. Afuera, entre calles mojadas y semáforos parpadeando, Edward Ramírez, conductor elegido, recoge los restos emocionales de una noche larga. A su carro, subieron una mujer con el corazón en ruinas y su mejor amigo, y con ellos, también se subieron el vómito, las lágrimas y el despecho. Ella convirtió el trayecto en confesionario y él, en su intento de consolarla, no notó que se sentaba directo sobre su vómito. El silencio incómodo que presenció Edward el resto del trayecto fue más fuerte que cualquier canción de despecho que pudiera sonar en la radio.  

Edward usa siempre en su turno una chaqueta verde fosforescente, una gorra con el logo de la empresa para la que trabaja y un audífono inalámbrico en su oído derecho con el que se comunica a manos libres con quien necesite de su servicio de conducción. Así transcurren sus noches en Manizales cuando la ciudad ya ha bajado la guardia. Su ruta atraviesa calles mojadas por la lluvia y por los restos de fiesta, donde sus pasajeros no siempre son cuerpos alegres, sino almas rotas que regresan a casa con el maquillaje corrido y el guayabo tocando su puerta. 

Los borrachos son parte de su paisaje, las discotecas su punto de partida y los desahogos su música de fondo. Se aferra al tinto y a charlas breves para sobrellevar el frío, los pinchazos y el cansancio. Aun así, defiende la noche como su mejor aliada: “No pega el sol, no hay tráfico, no hay nadie… se trabaja muy bueno”. Porque en la noche, hasta el vómito se vuelve rutina. 

El que cierra la noche con cuchara en mano

Algunos de los pasajeros que Edward deja en casa no van directo a dormir, sino que hacen una última parada para esa comida que les reconforta después de la rumba. A un costado de la iglesia del barrio La Sultana, justo en la esquina donde terminan las escaleras que conducen a la entrada, David Hernández despliega su pequeño imperio nocturno: un carro de comidas rápidas cubierto por una sombrilla que, como bandera de batalla, lo protege del sereno y anuncia que ahí se sirve consuelo caliente. Sobre los escalones de la entrada principal acomoda bolsas, recipientes y termos que forman parte del engranaje silencioso de su operación. Esas mismas gradas se transforman en comedor improvisado, allí, se sientan jóvenes, taxistas, vecinos de antaño o desconocidos, todos con el mismo rito de llevar cuchara a la boca mientras viven la noche a su manera.  

David se abotona a veces un delantal de cocina blanco, con utensilios de cocina estampados, que su mamá le exige usar para “dar buena imagen” y recordar que este es un negocio familiar. Su madre y su hermana cocinan durante el día, y él, desde las 5:00 p.m. hasta las 3:00 de la madrugada mantiene vivo el calor durante la noche. Vienen carros desde todas partes de la ciudad, gente que atraviesa Manizales solo por una empanada suya, una morcilla frita o, sobre todo, por ese caldo de albóndigas que alguien alguna vez bautizó como “la mejor salida cuando uno lo que tiene es guayabo”. David no necesita muchas palabras, está ahí cada noche, firme, con la cuchara lista, con la olla humeante, y con una presencia que vuelve menos fría la madrugada manizaleña. 

Según un estudio de la Universidad Nacional Autónoma de México, es recomendable evitar durante la noche el consumo excesivo de carbohidratos, grasas, azúcares e incluso café. Sin embargo, en Manizales, después de una noche de rumba, siempre hay espacio para ese antojo irresistible, algo que calme el hambre, deleite el paladar y no golpee demasiado el bolsillo. 

Cada uno de estos personajes, con uniforme, con audífono, con cucharón o consola, habita un turno que pocos ven pero que sostiene la vida, la fiesta, el consuelo y el orden. Desde sus trincheras invisibles, Germán, Julián, Jonathan, Edward y David configuran un mapa distinto de Manizales, uno que solo se revela a contraluz. En sus rutinas nocturnas se dibujan historias que no caben en la luz del día, pero que merecen ser contadas porque también construyen ciudad. 

 
Mariana Zapata Correa – Sophia Restrepo Hurtado – Lucas Cárdenas López – Mateo Uribe Osorio
 
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